Imitación y autenticidad

Al principio de mi carrera de escritor comencé imitando, como muchos, a grandes autores que me agradaban, de los que yo quería aprender. Ese agrado, admitámoslo, es en algún grado una suerte de querer ser ese otro a quien admiramos. Así, pues, quise escribir poemas heroicos como Yeats o de algunas canciones de Roger Waters. Claro que lo que me salía, lo que terminaba escribiendo, era un esperpento vergonzoso del que no quería que nadie se enterara. Por fortuna, esos trabajos quedaron en la tumba de la basura.

Hoy me doy cuenta de que eso que escribieron los grandes autores fueron momentos o motivos que les resultaron muy personales (pareciera esto una perogrullada, pero me resultó indispensable afirmar tales palabras para lograr avanzar en mi propio descubrimiento). Entonces me restaba buscar mis propios motivos o vivencias para escribir cosas que fueran auténticamente mías. Y con «auténtico» no me refiero a que sean mías de modo muy personal, también lo es por lo original que pueden ser esos escritos, que no tengan imitación alguna.

Así que dejemos la imitación a un lado, ya lo propio se está dando desde hace años, y ese es el camino a recorrer.

Viento

Vaya inutilidad, querer escribir no por registrar nuestro sentimiento, sino por querer revivirlo tal como lo tuvimos en su tiempo. Así escribo con la esperanza de volver a sentir el viento y no por querer plasmar algo sobre esta hoja.

Mi viento, ese que se me ha metido en el centro de los huesos, es un viento frío. Ese que logra una tensión cristalina de las moléculas del espacio y contacta todo aquello que nos rodea, un pulpo de luz seguro de lo que toca.

Sentir en la piel, en el pelo, el viento era para mí estar dentro de los paisajes de otros. El viento de mi Zapotlán me atrapaba, me convertía en su centro, y yo ya me sentía en los paisajes fríos de la Praga de Kafka o en las montañas eternamente verdes de la Irlanda de Joyce. Sentir el viento era posibilitarme en los inicios de la creación y andar el camino que aquéllos caminaron.

Relación mística, digamos, también el viento me hace olvidar que soy yo y me convierte en todo aquello que veo. La montaña, la nube y la luz. Me eterniza disolviéndome en el paisaje.

Estar, entonces, es potenciar las tres funciones receptoras: veo, respiro y siento. Ellas logran una bidireccionalidad que sólo se da en el ánimo: recibo y doy.