A Vero y al Silvia
El agua es bendita por sí misma. Viajábamos un largo camino entre senderos muy secos. Algunos árboles recibían el polvo que levantábamos con nuestro andar. Buscábamos apartarnos de lo conocido. Bajo el sol y adentrados en el frío temporal creíamos estar cumpliendo una penitencia necesaria. Caminamos para olvidar y reencontrarnos con nosotros mismos. Nos acompañábamos silenciosos y nos reconfortábamos con la sabiduría. Caminábamos. Y de repente: el oloroso estanque viejo, poblado de peces y musgo, debajo de enormes sombras de árboles desconocidos. Recibíamos su frescura como un bautizo luminoso. Tocábamos sus aguas. Sentíamos sin pensar, Pensábamos sin saber. No sonreíamos, puesto que no era necesario. Simplemente mirábamos. Las benditas aguas del estanque estaban ahí para recibirnos. Entonces era fácil advertir nuestro destino. Limpios de pecado podíamos, ahora sí, comenzar.