Hace tiempo, cuando estudiaba la licenciatura en informática, para costearme los gastos de la carrera laboré en varios trabajos, entre amigos o empresas. Uno de ellos fue allá en la Colonia San Cayetano, al norte de la ciudad. No sé cómo es que llegué a saber de ese trabajo que más bien una verdadera diversión tanto para mí como para mi amigo Jorge Ortiz, a quien invité a trabajar. Mis primos Carlos y Edgar también trabajaron, la hacían de chalanes, ayudantes en el acarreo de arena, graba y los tabiques que los mayores fabricábamos en las máquinas de… Ya no recuerdo el nombre del joven dueño. El proceso consistía en los siguientes pasos:
- Subir a la carretilla la suficiente grava, arena y cemento para luego vaciarlas en una revolvedora.
- Echar agua para revolver los «polvos» y obtener la mezcla que…
- Vaciábamos en la parte alta de la máquina para hacer los tabiques.
- Se enciende la máquina, ésta comienza a agitarse. Abrimos la compuerta y vaciamos la mezcla sobre los moldes de madera que se llenan y
- Los ayudantes se llevan el molde en unas tablas para portar el contenido y lo tienden al sol.
La cantidad de ingredientes, tanto de arena, grava, cemento y agua deben ser muy precisos para que los tabiques salgan con la suficiente fuerza para ser usados en la construcción de casas, bardas, con toda confianza. Los primeros intentos que había hecho (¿Ricardo, así se llamaba?) nuestro patrón le habían salido mal y guardaba esos tabiques arrejolados por allá para que nadie los vendiera, para que nadie los comprara, puesto que eran un verdadero error.
Pues bien, en cierta ocasión llegó un cliente que quería comprar unos cuantos cientos de tabiques. Intercambió algunas palabras con Ricardo (ya, llamémosle así) y éste respondía con gusto a todas sus preguntas. Al final el cliente quiso averiguar la calidad de nuestra producción. La prueba era la siguiente: poner un tabique en el suelo, luego dejar caer otro sobre el primero desde la altura de un hombre. Si el tabique se quebraba, la calidad era mala, no habría que comprarlo, claro. El cliente se dirigió hacia los tabiques (que ya eran muchos) que habíamos apilado para su almacenamiento.Tomó dos, los acomodó. Lanzó el tabique desde su altura. La primera prueba fue superada, el tabique no se rompió. El cliente buscó otros tabiques más y se dirigió hacia los fallidos que estaban arrejolados por allá. Hizo la prueba, el tabique se desboronó por la tierra. «Estos no sirven», dijo. Ricardo le dijo que esos no estaban a la venta, que fueron resultado de las primeras pruebas. El cliente volvió a tomar otro de los tabiques inservibles para comprobar que él tenía la razón. ¡Pluf! Rompe otro tabique. «No, es que no sirven», volvió a decir. Ricardo volvió a explicarle, que había tomado un tabique de la pila de los inservibles. El cliente no entendió y dijo que no iba a comprarnos nada. Se fue todo enojado.
Esta larga narración viene a cuento para decir lo siguiente. Ya después en mis relaciones personales en diversos trabajos, encuentros ocasionales, escuchas de conversaciones ajenas y hasta en mi familia, es más o menos frecuente encontrarme con personas como el cliente inconforme: ellos encuentran un error (que sí existe) y se aferran en usarlo como demostración en una situación donde el error no tiene nada qué ver. Es una forma de sentirse poseedores de la razón y, de esa manera, ganarnos en nuestros razonamientos más verdaderos que su fantasmagoría real.