Mariscal de las artes

Charla con Pedro Mariscal, normalista y promotor del arte en Zapotlán. Deliciosa plática en la que recordamos tiempos allá en el CREN. Paso por las funciones y los objetivos agrarios del normalista, las vivencias en el tren como un romántico objeto de transporte (no sólo físico).

Memoria también de personajes que ya se han ido y que nos marcaron como estudiantes y seres humanos. También jóvenes activos que apuestan por el arte en nuestra ciudad y región.

Están presentes en su palabra la preparación en las letras para los chicos de la primaria, las artes escénicas, la pintura y hasta la radio como medio de difusión de todos estos acontecimientos en la Ciudad.

Sin duda una de las mejores entrevistas que he tenido hasta el momento.

Mariscal de las artes

Poesía sonora

Hay, en muchos jardines públicos de nuestro país, bocinas conectadas a aparatos de sonido que amenizan las tardes en las plazas públicas de nuestras ciudades. En Zapotlán estos equipos de sonido llevan décadas existiendo en el Jardín Municipal. Ya mis primos mayores me contaban de estas músicas que escuchaban repetidas veces para ir a recibir la noche en compañía de padres, hermanos, amigos o novias. En cierta ocasión en que la «administración» de tales sonidos estaba a cargo de la hija de Tijelino (¿Silvia?) se me ocurrió la idea de pedirle una chanza para tocar los cassettes (gusto heredado por mi padre) con música ambiental y la lectura de poemas de grandes escritores universales. El tipo de música y la lectura de poesía me había sido inspirada por un programa de radio que transmitía (¿diariamente?) Radio Educación, de nombre «Meridiano 25». El libro al que más recurrí en la lectura de poemas fue El surco y la brasa, una antología de traductores mexicanos sobre escritores en diversas lenguas de todo el mundo y de todas las épocas. La compilación, la hizo Marco Antonio Montes de Oca. Recuerdo haber leído poemas de Shakespeare, traducciones de Reyes, Paz, Arreola y otros más. Realmente un tiempo de mucha satisfacción en la que aporté sonoramente a la cultura de mi pueblo.

Amanda

Juan José Arreola escribió, en La Feria, una situación vivida en toda nuestra ciudad de Zapotlán. Situación que yo alcancé a vivir y a escuchar estas palabras cuando se veía a unos novios muy enamorados besándose frenéticamente: «Déjala, güevón. Cómprale jabón y llevala a bañar al río», con una tonadita musical muy alegre. Esas palabras se tornarían en una especie de insulto o burla de la que todos se querían zafar. Claro que las cosas se fueron transformando, reduciendo. Luego, toda esta burla se reduciría a: «Déjala güevón», y con eso la burla estaba manifestada. Y más, todo esto quedaría reducido a un juego sin palabras, simplemente se chiflaba la tonadita y todo quedaba dicho.

Algo similar sucedió en los ochenta, cuando yo estaba ya en la secundaria. En la televisión se comenzaba a manifestar el cuidado del medio ambiente, en especial el cuidado del agua. El comercial mostraba a un niño gordito gritándole a una muchacha: «Amanda, ¡ciérrale!», indicándole con ademán de cerrar la llave girando la mano derecha. Pues bien, la burla ahora recaía en los gorditos. Cuando se veía a uno frente a nosotros, se le gritaba: «Amanda, ¡ciérrale!», con todo y el giro de la mano. Muchos llegaban a enojarse sobremanera. El insulto, al final, se redujo al simple: «Amanda«, suficente para hacer enojar a los pasados de peso. Cosas de la economía del lenguaje, el cual se redujo al mínimo: bastaba hacer el ademán con la mano como cerrando una llave para hacer enojar a nuestros obesos amiguitos.

Cariño

El frío clima de mi ciudad natal nos dio, a mi familia, la oportunidad de mostrar una forma de cariño entre nosotros. Las siestas vespertinas eran frecuentes entre todos. Cuando alguno dormía así de repente, en cualquier rincón de la casa, lo hacía con la ropa que llevara puesta sobre sillones o en la cama. Entonces, se dejaba sentir el frío y alguien que se encontrara despierto y cercano, cubría con alguna cobija ligera a aquel que ya estaba soñando. «Yo te quiero, yo te cuido, yo te cubro», pareciera ser la consigna.

Tren de Zapotlán

La «pérdida de la inocencia» se identifica generalmente con la finalización de la infancia y el inicio de la vida adulta. Muchos quieren ver en esta frase una fuerte carga psicológica que cada uno de nosotros enfrentamos o enfrentaremos alguna vez. El fin de la infancia pareciera ser solamente una cuestión personal y subjetiva, pero creo que esto no es así. La pérdida de la inocencia también puede identificarse externamente con la pérdida de aquellos lugares en que nuestra infancia fue forjada.

No creo que pocos habitantes de Zapotlán (sin importar su edad) vean con tristeza y rabia en qué se ha convertido nuestro lugar de sueños: el cine Diana, lugar donde navegamos por los siete mares; aquellos pasillos que en las matinés eran convertidos en junglas donde decenas de Tarzanes brincábamos de una butaca a otra; lugar del encuentro y las confidencias tiernamente secretas; cita con lo prohibido y el atrevimiento; rituales vespertinos que consolidaron familias o amistades. Fue ahí donde supimos que el sueño no pertenecía solamente al director de la película, el sueño era profundamente nuestro y era en la sala cinematográfica donde lo compartíamos con los demás.

Las transformaciones llegan a futuros insospechados. El cine Diana fue comprado por las tiendas Elektra para transformarlo en una horrible bodega donde el comercio transita en lugar de los sueños. Así también la estación del tren no pudo soportar el paso del tiempo y ahora se está transformando en ruinosas construcciones.

¡Cuánta vida ahí! ¡Cuántas felicidades en los arribos y cuántas tristezas en las partidas! La excitación era dictada por la presencia del tren. Recuerdo la algarabía, los íres y venires de vendedores, los gritos de apuración de los pasajeros. Maletas olvidadas, calmantes (frituras de puerco que «calmaba» el hambre) que iban de una mano a otra, bolsas de frutas, prisas para lograr el mejor lugar, la guitarra que amenizaba el viaje, las ventanillas que se abren para el último adiós… El recorrido obligaba a uno armarse de paciencia ya que de un pueblo a otro, aunque estuvieran muy cerca, podían pasar muchos minutos de ociosidad desperdiciada.

Una vez partido el tren la estación podía caer en una especie de letargo. Los vendedores buscaban con ansia a los posibles pasajeros (para el próximo viaje o aquellos a quienes se les fue el tren) para venderles su mercancía de engaño: tortas rebosantes cuyos ingredientes llegaban a la mitad del pan, guayabas exquisitas hasta la mitad de la bolsa, las otras estaban podridas, un «clavo» las delataba.

A nosotros, niños entonces, nos gustaba ir a la estación del tren para ver a nuestros dos verdaderos héroes: el inalcanzable maquinista y el sabio telegrafista.

Ir a la estación significaba tener acceso a otro tiempo, el ya perdido irremediablemente y del que la estación representaba un reducto aprovechable aún. Íbamos ahí para revivir la gloria de nuestros abuelos que habían vivido la Revolución y de la que el tren representaba el símbolo de revolucionarios y soldaderas solidarios con sus hermanos de otras geografías nacionales. El tren que conocía otros pueblos, sabía de otras tradiciones y llevaba las nuestras a repartir a tierras inimaginables.

Por todo eso nos gustaba ir a la estación del tren. Algunos tal vez jamás disfrutaron de un viaje en tren, yo mismo lo realicé pocas veces, pero me gustaba ir a la estación. Ver a las demás personas, casi siempre de condición humilde, como portadoras de una tradición casi siempre inconsciente y por ello más auténtica.

La estación reducida a polvo, a olvido, a nada… Ahora la veo y en ella encarnan mis más profundas tristezas. Es lamentable que de esa forma hayan terminado los alegres años de mi infancia.

Espacio tiempo

¿Pudo haber existido este espacio sin mí? Claro, hubo un tiempo en que me impresionó, apretó contra mí sus longitudes: el peso de la atmósfera cobró forma en aquellas nubes de lluvia que pendían del cielo; los caminos huían de mi radial mirada hacia los puntos cardinales; la tierra permanecía aparentemente inmóvil, pero con sus profundidades oscuras llenas de significado.

Me ha oprimido tanto que ahora soy su reflejo, cuando escribo nube digo lentitud, miedo y esperanza. De mi palabra surge el rayo y sus recorridos e iluminaciones. Digo nube y es la lluvia con sus frutos temporales.

Hablo del espacio y su lejanía cuando digo calle. Es la comunicación de los recorridos, es el tiempo de los encuentros amorosos o amorales. Digo sendero y es el conocimiento de nuestros paisajes, hay ahí árboles estériles o frutales que se alzan como testigos del tiempo.

Digo tierra, pero en realidad estoy diciendo trabajo, frutos cultivados, vida que no ha sido desperdiciada. Digo tierra y es viajar en el tiempo, no hay sorpresa entonces en ver vivos a aquellos muertos, saludarlos y preguntarles por la orientación de mis destinos.

Digo espacio, digo cielo, digo tierra y con ello estoy reescribiendo el tiempo.