Viajamos, vamos a conocer lugares nuevos. Tenemos en mente la localidad de destino. Nuestra mente y nuestros ánimos están propensos a la sorpresa, la desean con tantas ansias que no sólo a la meta, pueblo o ciudad, se le ve con ese desconocimiento base de la sorpresa deseada que generará la maravilla del lugar desconocido. El camino mismo va satisfaciéndonos de alguna manera. La vegetación, la primera, es lo más evidente de nuestro desconocimiento. Nuestros ojos miran aquellos árboles, pastos y florecillas dispuestos de tal manera que conforman una composición muchas veces propicia para una fotografía que no tomaremos.
También están los pueblitos con sus calles y su gente. Las iglesias que se destacan personalizan de manera irrepetible el carácter general del lugar. Su arquitectura es ellos mismos. Los vemos rápidamente a la velocidad de nuestro viaje, los desciframos sin fortuna, para hacernos a la idea de que los conocimos brevemente.
Nos gusta el camino y le intuimos la responsabilidad de nuestro asombro. De modo que, al desear hacer infinita la maravilla del recorrido, vemos otros senderos, calles y brechas que no recorreremos y cuyo destino desconoceremos para siempre. Entonces la multiplicación de nuestras posibilidades se convierte en infinita a sabiendas que otro más tendrá la fortuna de recorrer aquellas vías y satisfacer así la maravilla multiplicada.